sábado, 9 de agosto de 2008

Un sueño

Y, aunque era demasiado tarde como para estar jugando en la calle, entre el amasijo conformado por una escultura con base irregular podían ser contemplados los pasos de un baile entre varios cuerpos que, sobre sus cabezas, veían alzarse gruesas vigas de metal; cualquiera que hubiera pasado por allí habría sentido, al menos, un cierto temor. Las alturas de los miembros del grupo, heterogéneas entre sí, se adaptaban hábilmente a los recovecos de la estructura, con agilidad de atleta. La escena recordaba a una de aquellas celebraciones paganas de la antigüedad, cuando los dioses, como tales, aún existían, admirados y respetados. Aquí no había brujas, ni druidas. Lo que en este caso parecía desafiar a la noche era una familia. Los distintos elementos que conformaban la escena, no obstante, quedaban diluidos entre la luz, tenue y amarillenta, que proyectaban algunas farolas.

Los fogonazos empezarían al instante. Rostros desfigurados campaban, gozosos, embriagados, chocando contra el suelo de manera brusca. La escena era ciertamente esperanzadora. Mi primera impresión destapó unos estallidos producidos por un flash; , fugitivos, secos, fugaces. Parecía la única posibilidad admisible. Agarrados por los hombros y la cintura, parecían sonreír a la cámara mientras efectuaban reverencias. Era uno el que disparaba. Los más pequeños, escabulléndose entre los hierros, parecían pasarlo bien.

Mi error consistió en abrir la ventana. Según se separaba de la junta, los aullidos se iban haciendo cada vez más presentes, más profundos. No pude evitar que terminara topando con la pared, rebotando contra ella. El golpe había conseguido causar un pequeño surco y los gritos, ocupar la totalidad de la habitación. ¿Estaba siendo el único espectador? El dolor se apoderaba de los miembros del grupo, que gemían. Algunos, cuyos cuerpos yacían, escandalizaban y alimentaban el horror de los otros, que intentaban burlar la muerte apoyadándose sobre alguna sus rodillas. Para la mayoría era inútil. Los dos niños fueron los siguientes. Luego, otro disparo. De golpe, el silencio se adueñó de la escena. Mi pecho temblaba, doliente, como cruzado por una aguja de hielo; podía notar su corriente, fría, atravesando mis gemelos. Ligeramente sobresaltado, comprobé el indicador del aire acondicionado, que mostraba una temperatura demasiado baja. Decidí tomar el mando y apagar el aparato; miré el reloj: eran las cinco, aún me quedaban dos horas. No me costó mucho volver a dormirme.

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