Entre varios portaban escaleras enormes. Creí estar contemplando un espectáculo circense. Recuerdo haber llegado a sentirme afortunado, casi conmovido; lo gratuito, normalmente, suele verse acompasado por una serie de arrebatos cuya violencia, aberrante y a menudo pueril, resulta insoportable. Algunas personas deciden obviar el sobreprecio, pero ahí está. Siempre se paga.
Debido al peso y a la irregularidad del terreno, tropezaban, desequilibrando al compañero. Consecuentemente, la carga chocaba contra el suelo, emitiendo un sonido hueco. La sarta de insultos terminaba en carcajadas y suspiros. Los presentes parecían conocerse.
La jornada amanecería abanderada, con las farolas portando el estandarte del Ayuntamiento: el cartel ganador de un certamen organizado por éste. Las fiestas del barrio estaban a punto de comenzar. Era necesario hacer partícipe a la población, anunciar la oportunidad de reencontrarse con la tradición. Resultaba curioso ver cómo los parques se poblaban de seres diminutos, excesivamente alterados y ruidosos. ¿Una salida, tal vez? Lo más común era cosechar una victoria vomitando los excesos en cualquier lugar; algunos incluso lo hacían sobre sus parejas. Los artistas, contratados hacía meses, poco o nada tenían que ver con la desgracia de estas pobres gentes. Alguno se veía obligado a abandonar el escenario vilipendiado a tomatazos; algo malo habría hecho.
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